Año 1930.
Unos obreros amontonan grandes sillares de piedra alrededor de un patio; al fondo asoma lo que parece ser la arquería de un antiguo claustro.
Son las ruinas de Santa María de Óvila, en Guadalajara, un monasterio cistercense del siglo XII que, literalemente, está siendo desmontado para su traslado a Estados Unidos.
Fundado en tiempos de Alfonso VIII de Castilla en la comarca del Alto Tajo, alcanzó relativa importancia durante la Baja Edad Media aunque con el paso de los siglos se sumió en una profunda decadencia hasta el punto de desaparecer como tal en el siglo XIX.
El abandono se apodera entonces de las viejas piedras cistercenses hasta 1928, cuando el banquero Fernando Veloso lo compra al Estado por 3000 pesetas para incorporarlo a la enorme finca de recreo que estaba conformando en la zona.
Pero otro hombre de negocios pone su punto de mira en el cenobio: hablamos de William Randolph Hearst, un magnate de la prensa estadounidense que adquiere varias partes de Óvila con la intención de reconstruirlas en su mansión veraniega de Vina, en California.
Ocho siglos después el viejo Monasterio no sólo cambiaba de dueño, sino que era trasladado a miles de kilómetros de distancia poniendo todo un océano por medio.
Una parte de la Historia y la Cultura de España era empaquetada en cientos de cajas de madera como simple mercancía para lucro de unos y disfrute de otros.
En nuestros días las piedras arrancadas a Santa María de Óvila forman parte de la Abadía de New Clairvaux, en California.
Hearst no pudo lograr su objetivo por una serie de problemas burocráticos primero, económicos después, por lo que en un nuevo atropello las cajas donde se transportaba el Monasterio saqueado permanecieron amontonadas durante décadas en un parque.
Y allí seguirían de no ser por los monjes de esa abadía californiana que, quizás por conciencia patrimonial, quizás por compasión hacia los viejos sillares de piedra, quizás por ambas cosas, reconstruyeron las antiguas estancias cistercenses integrándolas en su complejo religioso que, con el tiempo, se ha convertido en uno de los más importantes reclamos turísticos de la zona.
A miles de kilómetros, en Guadalajara, unas ruinas se levantan a escasos metros del río Tajo: es lo que queda de Santa María de Óvila, lo que no expolió Hearst, lo que resiste al abandono, a la desidia y, de momento, a la ley de la gravedad.
Detalle curioso es que, a pesar de su precario estado de conservación, estas piedras son Monumento Nacional desde 1931... un año después de haber sido expoliado el Monasterio.
Sin duda, un sinsentido.
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