Año 1865.
Un estilizada y bella Torre asoma entre los tejados de Zaragoza.
Construida a principios del siglo XVI en ladrillo visto según la tradición arquitectónica mudéjar heredada de los viejos alarifes musulmanes, era el techo de la capital aragonesa con sus más de 80 metros de altura rematados por un triple chapitel de pizarra.
Símbolo y referencia visual de la ciudad maña, tenía la peculiaridad de estar inclinada casi 3 metros de su vertical por el asiento parcial de su cimentación al poco de ser levantada, aunque pronto alcanzó la estabilidad necesaria para mantenerse en pie durante siglos.
Hasta que llegó 1892.
El Ayuntamiento, argumentando el peligro de esa inclinación que le había dado fama mundial, decidía demoler la Torre Nueva a pesar de la fuerte presión vecinal, que nada pudo hacer.
No en vano, estamos en la primera época dorada de la piqueta, cuando el patrimonio arquitectónico español empieza a sucumbir en el nombre de planes urbanísticos importados de otras culturas y al amparo de la inevitable sombra de la especulación.
Los ladrillos de la Torre Inclinada de Zaragoza fueron vendidos como material de construcción en nuevas obras; en su demolición se emplearon obreros parados; su lugar lo ocupó una moderna plaza... y mucha gente se enriqueció con esta operación.
No en vano, estamos en la primera época dorada de la piqueta, cuando el patrimonio arquitectónico español empieza a sucumbir en el nombre de planes urbanísticos importados de otras culturas y al amparo de la inevitable sombra de la especulación.
Los ladrillos de la Torre Inclinada de Zaragoza fueron vendidos como material de construcción en nuevas obras; en su demolición se emplearon obreros parados; su lugar lo ocupó una moderna plaza... y mucha gente se enriqueció con esta operación.
Zaragoza descendía de los cielos.
Imagen del círculo de J. Laurent
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