9 de Abril de 1918.
Neuve Chapelle, un pequeño pueblo francés del Paso de Calais, está totalmente arrasado 4 años después del comienzo de la Primera Guerra Mundial.
No queda nada, absolutamente nada, en un paisaje apocalíptico donde restos carbonizados de árboles y ruinas de viviendas se entremezclan con trincheras y oquedades provocadas por impactos de proyectiles.
Entre tanta desolación, un Cristo mutilado emerge entre los escombros como si estuviera suplicando el fin de tanto sufrimiento.
Es un símbolo de la esperanza. También de la barbarie humana.
Los soldados lo llaman el Cristo de las Trincheras, único vestigio del Calvario que en 1877 habían erigido las familias Bocquet y Plouviez en esta localidad gala que, según se decía, una vez fue bella.
Ante sus ojos, entre desesperación y tristeza, han muerto decenas de miles de hombres de uno y otro bando, y a él se encomendaron los soldados portugueses para resistir heroicamente una de las últimas ofensivas del ejército alemán.
Consiguieron su objetivo, aunque perdieron la vida más de 7500 hombres.
Más de 7500 hombres que nunca regresarían a casa.
Más de 7500 hombres fallecidos lejos de su tierra natal, de sus familias, sepultados en fosas comunes a miles de kilómetros del cielo que los debería haber visto envejecer.
Y más de 7500 hombres en cuyo honor Portugal levantó la Tumba al Soldado Desconocido en el Monasterio de Batalha, cerca de Lisboa, que desde 1958 preside el Cristo de las Trincheras, cedido por las autoridades francesas para mantener por siempre vivo el recuerdo de esos desdichados combatientes portugueses.
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